Revolución
- Revista Afluente
- 22 may 2021
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No recuerdo cuando agregaron el elevador de cristal. Quizá en 2010 para conmemorar el centenario de la Revolución, no lo sé. Siempre he querido subir a su mirador para admirar la ciudad, pero jamás lo he hecho. Estoy en medio de una protesta por los bombardeos en Palestina. El audio es malo, las palabras de los oradores pasan a segundo plano, mi mente se pierde en pensamientos mientras admiro el Monumento a la Revolución.
El edificio aparece majestuosamente en medio de la vieja Colonia Tabacalera. Desde Reforma o Insurgentes ya es visible. Originalmente, el lugar albergaría al Poder Legislativo en un recinto enorme, a la manera del capitolio de Estados Unidos (ya les copiamos el presidencialismo, de una vez hasta los edificios). La revolución estalló y, como el Palacio de Bellas Artes, la construcción quedó inconclusa.

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Al consumarse la Revolución, la estructura quedó ahí. Toneladas de metal abandonadas hasta que algún gobierno postrevolucionario uso la desamparada base para construir un monumento. Las columnas de la obra llevan nombres de caudillos revolucionarios: Obregón, Calles, Cárdenas. Además, ahí descansan los restos de Francisco I. Madero y Pancho Villa.
Bajo el cielo gris de la Ciudad de México, resalta su cúpula de bronce. Una cúpula con manchas negras que, según me explicó Baruch, es mugre producto de su costoso mantenimiento. La vista desde el mirador del monumento se las debo, pero prometo contarlo en otra crónica.
La explanada de la construcción es abarrotada por danzantes prehispánicos y bailarines contemporáneos. El olor a incienso se mezcla con el olor a cigarro mentolado y la orina de borrachos que por las noches duermen ahí, la combinación es asquerosa. Los bailadores ni se inmutan ante la protesta, su bocina suena más que la de los oradores. No sé qué me provoca más asco: el olor o su indiferencia.

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La Plaza de la Republica, en donde se ubica el enorme monumento, está repleta de familias. Antes de la pandemia, el lugar parecía un balneario en pleno centro de la ciudad. Las pequeñas fuentes que disparaban su chorro de agua eran la atracción. Ahora sólo hay graduados y quinceañeras tomándose fotografías.
Es imposible sentarte debajo del monumento sin ser acosado por vendedores de pulseras, tatuajes, paletas de caramelo y los ya famosos vendedores de pastelillos que se acercan de una forma demasiado incómoda.
En un gesto de solidaridad con el pueblo palestino, un grupo de personas pintó en la Plaza la bandera Palestina. De rojo, verde, negro y blanco se pintó el cemento que más tarde pisaría un perro dejando marcadas sus patas sobre la pintura fresca.

Latinus
Revolución y Palestina, es lo que pienso mientras me alejo del lugar y escucho detrás de mí ladridos de perro, timbres de bicicletas, gritos de vendedores, las ramas de una escoba que barre y las consignas de la concentración por Palestina. Un sábado más en la Ciudad de México.
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