Epidemia Política
- Revista Afluente
- 5 jul 2021
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La evolución tecnológica ha provocado, a lo largo de la historia, encendidos debates sobre el papel de las nuevas tecnologías en la comunicación. Cada etapa tiene su singularidad y cada nuevo medio de comunicación ha generado un discurso apocalíptico y otro integrador. En todos los casos, sin embargo, los Medios de Comunicación han amplificado ciertas disposiciones preexistentes en una sociedad determinada. MacMillan ha documentado la forma en que los diarios interactuaban con otros sistemas (el educativo, el historiográfico, el militar y el político) para reforzar creencias, prejuicios y un arsenal de elementos tóxicos que desembocaron en la Primera Guerra Mundial.
Los medios de comunicación tienen su lado brillante, pues transmiten información que alimenta procesos de construcción de ciudadanía con información fidedigna y opiniones contrastadas que mejoran el sistema de decisiones colectivas, pero también pueden diseminar elementos tóxicos, propaganda o francas mentiras.

La función de la radio se ha estudiado con profusión. Hay quien pone el énfasis en la forma en la que Hitler utilizó las ondas sonoras para manipular a la sociedad alemana de entreguerras, pero tenemos también el efecto liberador que impulsó la radio con los mensajes emitidos desde Londres y que permitían a la resistencia tener no solamente información, sino esperanza de que había otro futuro posible.
Hay también quienes han resaltado el efecto balsámico y constructivo que las charlas de Roosevelt, al lado de su acogedora chimenea, tuvieron en la opinión pública estadounidense. La radio, en definitiva, sirvió para apuntalar dictaduras sangrientas, pero también para subvertirlas y abrir espacios liberadores.
En muchos países empezó a darse el debate sobre cómo regular el poder de la televisión. Algunos desarrollaron legislación restrictiva para evitar que el poder económico pudiese comprar tiempos en televisión y determinar quién tenía más ventajas en el terreno electoral. Aunque nunca se comprobó del todo que el candidato favorecido por las pantallas de televisión tuviese garantizado el triunfo, lo cierto es que los liderazgos que desarrollaron competitividad lo hicieron a través de la televisión.

Pero volvamos a los años noventa, década en la que despunta la telemática. El internet avanzaba de manera exponencial y cambiaba las formas en que nos comunicábamos y nos entreteníamos. Wojtyła, un atleta de la televisión, intuía que ese nuevo mundo iba a convertirse en el nuevo Areópago. El papa se encomendaba a la Virgen para encontrar orientación, misma que hasta ahora no ha llegado. Las redes sociales tienen hoy una centralidad y nadie sabe bien qué hacer con ellas.
El tema admite varias lecturas complementarias. La primera es el tamaño de las compañías. Google puede ubicar en mejor posición los contenidos que le convengan, desplazando a muchos actores, voces y productos. Por ejemplo, si se consulta desde México y se pide: “carta de Zuckerberg a Trump”, el algoritmo sugerirá, en las primeras diez opciones, cinco contenidos que aluden no a la carta, sino a la reacción de López Obrador a ésta.
La facultad de elegir y jerarquizar es enorme y carece de inocencia. Facebook permite la conexión con millones de usuarios y, al suspender las cuentas de Instagram y Facebook de Trump el 7 de enero, tuvo que argumentar que los riesgos de que Trump utilizara el servicio eran demasiado grandes, pues usaba la plataforma para incitar a una insurrección violenta en contra de un gobierno elegido democráticamente.

Jack Dorsey, ceo de Twitter, aseguró no sentir orgullo por suspender la cuenta de Trump, pero tomó la decisión en función de las amenazas a la seguridad física dentro y fuera de esa red social. Claramente advertía el peligro de que una corporación pudiese coartar la conversación global, pero, dadas las circunstancias, consideraba que era más prudente suspender su cuenta. Vaya dilema.
Las sociedades del siglo XXI, al igual que sus abuelas, enfrentan virus que las afectan y hacen gala de las virtudes que las adornan. De las virtudes, se rescatan una mayor conciencia ecológica, así como una capacidad de indignarse por abusos y generar solidaridad, entre otras. Pero también están sujetas a tres virus que explican la epidemia política de nuestros tiempos: la idealización del pasado, la hipersimplificación y el monarquismo ingenuo, la esperanza de que “el príncipe bueno nos salvará”.
Son tres virus altamente replicables en las Redes Sociales, que tienden a empobrecer y polarizar el debate. En sociedades complejas que suelen reaccionar de forma emotiva, más que racional, las redes alimentan la epidemia política.

Si se transige con la mentira como parte de la comunicación presidencial por simpatía con el personaje o por dobleces de nuestra propia ética, la conversación pública queda contaminada. Las mentiras ofenden si las dicen los otros, la infodemia es terrible si la difunden los otros, pero los gobiernos y los líderes políticos que han llegado, incluso, a bendecir las redes sociales, pueden ahora, en su acción de gobierno, sentir el efecto de estos flagelos al experimentar el uso indiscriminado de estas técnicas de comunicación para minar incluso las políticas de salud, difundiendo mentiras sobre la eficacia de las vacunas.
La segunda pregunta es: ¿quién determina cuándo un político miente desde su cuenta personal? Las Redes Sociales rompieron el balance tradicional entre gobierno y opinión pública que proveían los medios tradicionales. Hoy, los líderes prefieren tener un canal incontrastable a través del cual sea posible difundir información que no puede comprobarse o victimizarse, argumentando que los medios tradicionales son “enemigos del pueblo” o defensores de privilegios y atavismos. Pero ¿qué pasa cuando un presidente usa sus redes para mentir en más de 45 mil ocasiones? ¿Tiene derecho a usar la red aun cuando en el ocaso de su mandato llame a la rebelión?
Y si son las compañías (como ocurrió con Trump) las que silencian: ¿quién controla a los controladores? En la propuesta de ley del senador Ricardo Monreal se proponía reglamentar el ciberespacio como se reglamenta el espacio radioeléctrico. Los concesionarios están sujetos a ciertas reglas y a la defensa de ciertos valores, y proponía que el IFT (Instituto Federal de Telecomunicaciones) reglamentara quién podía, y quién no, acceder a ese espacio público y en qué condiciones. Pero no hay, de momento, una solución universal.

La epidemia de populismo es equivalente a la del nacionalismo que desembocó en la Primera Guerra Mundial; contenerla puede depurar las Redes Sociales de esta animosidad y pugnacidad consustanciales al proceder de esos liderazgos. Por otra parte, también es cierto que el universo del internet debe estar sujeto a una revisión antimonopólica urgente. Deben existir políticas eficientes para evitar la concentración del poder discursivo en pocos agentes.
Se debe prohibir al gobierno la compra de cuentas y bots para posicionar su mensaje y utilizar técnicas de linchamiento digital tan comunes en el México de hoy, de forma similar a como se reglamentó la comunicación en medios electrónicos desde 2007. Con transparencia y prohibición de cuentas anónimas también se puede adecentar el espacio digital. Idealmente, todas las cuentas deberían ser validadas igual que las líneas de teléfono, todas las cuales tienen titular. Saber quién impulsa determinados hashtags y cuánto cuesta esa maniobra es crucial para evitar que la robótica deforme más la conversación pública.
Para: Luna
Bibliografías
Bauman, Zygmunt, y Thomas Leoncini, Generación líquida: Transformaciones en la era 3.0, México, Paidós, 2018.
Castells, Manuel, Redes de indignación y esperanza, Madrid, Alianza, 2012.
Macmillan, Margaret, 1914: de la paz a la guerra, Madrid, Turner, 2013.
Popper, Karl, Karol Wojtyła et al., La televisión es mala maestra, México, Fondo de Cultura Económica, 1998.
Sartori, Giovanni, Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998.









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