Dejarte ir…
- revsafluenteescrit
- 4 oct
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Actualizado: 5 oct

Por Abraham Mendoza Jiménez
@abrahammj1618
Mi vida transcurría con total tranquilidad aquella tarde de diciembre, habían pasado algunas semanas desde que salí contigo. Me limitaba a escuchar “Be still” de The Killers y miraba aleatoriamente Twitter. Entonces, encontré una publicación tuya, una declaración bastante sorpresiva titulada “Una noche bonita y no más” en la Gaceta Queer.
Comencé a leer y me parecía una historia cualquiera, casi que un romance adolescente, hasta que empecé a notar cierta familiaridad en las situaciones ahí narradas… ¡Dios! ¡Éramos nosotros!
Al inicio no supe qué pensar de tal historia, cómo se supone que debía reaccionar, me limité a dar like y aislarme en mi habitación; de nuevo a sobrepensar. Jamás consideré que podía provocar todas esas emociones en ti, fue algo totalmente involuntario —¿no lo crees? —. Sentí cómo me invadió el miedo, lamento tanto haberte hecho llorar, Demián.
Tal vez te parecerá desatento decir que no recuerdo con tanta precisión el momento en que interactuamos por primera vez, ni siquiera el instante en que te vi con más atención. No había notado tu presencia, sino hasta que comenzó el principio del fin.
Para ser sincero, sólo tengo una vaga memoria tuya en la primera clase. Aquel martes en que supuse que te acercarías porque avanzaste en mi dirección con cierta altividad, pero te limitaste a mirarme de manera un poco extraña, colocaste tus audífonos de diadema alrededor de tu cuello, te vi seleccionar algo en tu celular, los llevaste a tus orejas —también me aíslo de esa forma— y dejaste el salón. Qué curioso me pareciste, quizá después me atrevería a hablarte —pensé—.
Esto sin esperar que ese mismo día por la tarde, te vería a lo lejos en el centro de idiomas de la universidad. Brevemente consideré la posibilidad de acercarme a ti y decirte que tomamos la misma materia en el posgrado tan sólo unas horas antes. Logré controlar ese impulso —más bien temí— evadiéndome de inmediato de tu vista para evitar la incomodidad; sería en otra ocasión.
***
Una vez más a discutir, así transcurrieron las últimas semanas, o tal vez siempre había sido de esa manera y no lo quise ver por el cariño que creía sentir por ella.
Pasé los siguientes dos días fastidiado, absorto en mis propios pensamientos, peleando en su contra a cada segundo. El grito de aquella voz siempre concluía en lo mismo, desde la
adolescencia fue así, una sola palabra: hazlo —me temblaba la mano con la navaja fuertemente empuñada—.
Junto a todo eso, de nuevo ella, siempre, ahí presente; tan caótica, tan imperfecta, debilitando a cada segundo mis emociones en esta guerra interna —¡maldita sea! —.
¿Quién dijo que amar sería entrar a un mundo color de rosa que después se torna obscuro?, ¿en qué momento las muestras de afecto comenzaron a volverse actos intencionados para dañarnos?, ¿realmente existe una concepción del amor que no resulte tan onírica? Quizá nunca llegaré a saberlo y, mucho menos, a entenderlo.
***
Al llegar el viernes me encontraba totalmente exhausto, ya eran demasiados días de pensar —sobrepensar—, cansado de escuchar siempre lo mismo en mi cabeza; las mismas canciones, las mismas excusas, las mismas peleas, las mismas disculpas, las mismas promesas… Un completo vórtice de locura frente a un ser aferrado por plantarse en el mundo de la cordura.
Tan solo era la primera semana del semestre y ya no tenía ánimos de seguir, me encontraba tan desanimado, decepcionado, insatisfecho, triste. ¿Por qué se me ocurrió la grandiosa idea de entrar al posgrado?, ¿por qué una vez más en Derecho?
Al final opté por levantarme de la cama, entré a bañarme con mis pocas ganas de vivir un día más en aquella realidad simulada, me puse lo primero que encontré en el armario y salí con rumbo a la universidad.
Llegué cuarenta minutos tarde a la clase de Filosofía, esa maldición duraba tres horas y el retraso, bajo esa perspectiva, no era tan malo —sé que a veces puedo ser muy cínico—. Le pedí permiso al profesor para entrar y lo primero que vi mientras me dirigía al fondo eras tú; dudé un momento en sentarme a tu lado, pero dejándome vencer por mi inseguridad opté por irme al otro extremo de la fila.
Una vez más esa rutina de presentarse —típica de los primeros días—, aunque ahora presté mayor atención al instante en que lo hiciste porque no recordaba nada de ti; así, me limité a observarte por el rabillo del ojo para no generar contacto visual directo —me parece muy incómodo—.
De repente, mientras hablabas, noté en la columna que estaba justo detrás de ti un mensaje; alguien había escrito en ella “jódanse” sobre una bandera arcoíris —sigo sin entender el conservadurismo de las sociedades actuales, hubiera sido prudente no estudiar la carrera más prejuiciosa en cuanto a “esos temas”, ser abogado no es fácil—.
Tras hora y media de clase el profesor anunció un receso, pensé en usar de pretexto mi retraso para preguntar qué me perdí antes. Me levanté y giré hacia tu lugar, pero ya no estabas, ni siquiera vi en qué momento saliste —¿por qué parecía que huías de mí? —.
Decidí salir para buscarte, bajé apresuradamente las escaleras y de repente sentí que alguien me tomó del brazo con fuerza; no negaré que me puso nervioso la idea de que fueras tú —ya sé, es absurdo—. Era ella, Beatriz. No había reparado en que no nos habíamos visto, ni hablado o escrito desde el día que peleamos, ¿Lunes… Martes…? ¿Cuál es la diferencia? Ya no importaba.
Vinieron una serie de reclamos y empujones, porqués innecesarios, cuestionamientos y más. Una rutina que, en realidad, ya me tenía harto. ¿Por qué seguir con esto? Con el tiempo aprendí a silenciar su voz, distrayéndome con algo más. Mi objetivo en ese momento era hablar contigo, conocerte —sin tener claro el objetivo, simple curiosidad—.
Mientras ella me impelaba, te vi formado en la barra de café que está a la vuelta del edificio de posgrado; en eso que un día fue la Facultad de Ciencias Políticas y que ahora se vulgariza como “la escuelita”.
La dejé hablando sola. Tomé una enorme bocanada de aire y me dirigí a donde estabas. Todo iba bien, hasta que mi nerviosismo salió a relucir —me tropecé—. Contuviste discretamente una risa y me miraste fijamente a los ojos —no creí que realmente estuviera pasando—.
Debo reconocer que no era mi mejor selección de outfit para presentarme frente a ti, pero ya estaba ahí —aunque sí que te gustó—. Como lo había planeado en clase, usé mi retardo para saber qué habían visto antes de mi aparición a deshoras.
No tenía certeza de la causa por la cual me inquietabas tanto —¿cómo era eso posible y por qué? —. Las grandes dudas que tenía por resolver, nunca viví algo similar, sentirme así era muy extraño.
Ella se marchó —no me percaté— y, al subir al salón, el resto de la clase transcurrió sin mayor complicación, mirándote de reojo de vez en cuando. Ni siquiera lo notaste, aunque tampoco es que estuviera esperando que voltearas a verme —¿o sí? —.
***
Al llegar al estacionamiento, la vi parada junto a mi coche, mirándome coléricamente, no podía creer que siguiera ahí esperándome después de dejar clara mi falta de interés en escuchar sus insultos y sentir sus golpes. Una vez más, bloqueé su presencia.
Todavía recordaba cuando todo era diferente, éramos tan felices siendo solamente nosotros dos, pero ella quiso experimentar con una relación sexualmente abierta —tonto por hacerle caso, ¿no? —. Había pasado pensándolo con mayor detenimiento por espacio de un mes, no pude concluir que fuera una cuestión en sí misma mala, eso sería demasiado moralista, quizá el verdadero problema de todo eso fue no pensar en tener reglas claras sobre lo que cada uno quería vivir —se trataba de experimentar y disfrutar, ¿o no? —.
De vuelta a la realidad, ella continuaba ahí violentándome de todas las formas imaginables posibles. Volví al ensimismamiento y noté que toda mi vida solamente aprendí a contener mis propias emociones, no podía ya expresar nada, solamente contemplaba y asentía con todo. Ella me había enseñado eso, Eva; quien había aguantado tantas humillaciones, gritos, insultos, golpes y más —¿por qué?, ¿acaso estoy condenado a repetir la misma historia? —.
Traté de mantenerme enfocado en todo, menos en Beatriz. Pero la guerra entre nosotros, como en las reales, solamente podía pararse con la rendición o la tregua. La abracé, pedí perdón por todo —ni siquiera entendía de qué— y le dije aquel cliché que ahora me parece tan vacío: te amo. La llevé a casa y, así, logré vencer sin combatir, como dice Sun Tzu.
***
Llegué a casa a la medianoche y allí la vi. Es curioso porque nunca nos hemos referido bajo el sistema tradicional de denominaciones; no me dice hijo y yo no le digo madre, mucho menos mamá. Siempre he sido Dorian y ella Eva.
Noté algo distinto en su mirada. Ellos también estaban ahí: Allan, Henry y Basil. Al igual que con Eva, no los llamaba por lo que eran, sino por quienes eran, ignorando que se trataba de mi padre y de mis dos hermanos mayores.
No sabía lo que pasaba, pero sospeché que tenía un alto grado de seriedad —y sí que lo era—, no muy a menudo se reúne toda la “familia”. Después de regañarme por el horario, Allan y Eva nos comunicaron su decisión de divorciarse y los términos en que quedarían nuestras respectivas relaciones: él se iría de la casa —lo cual realmente no me molestaba—, ella viviría conmigo, Henry y Basil seguirían con sus propias e independientes vidas.
Me desconecté y noté que desde muy pequeño sabía que eso no era un hogar, más bien se trataba de algo decadente y vacío, como en “La caída de la casa Usher” de Poe. Un lugar que se alzaba, bajo un espectro de melancolía y desolación, cuya presencia representaba un lamento silente. La herencia de generaciones pasadas, sus muros desnudos, testigos de tiempos olvidados y sus ventanas, ojos vacíos que miraban sin ver, todo eso tejía una atmósfera de vacío insondable. Rodeada de jardines que solamente se convertían en un paisaje sombrío y el entorno sumido en una oscuridad silenciosa y siniestra.
Aquel lugar, más que una antigua exhacienda en Coyoacán, se convertía en un símbolo del deterioro físico y emocional de sus habitantes presentes, pasados y futuros; un laberinto donde la tristeza y la locura se entrelazaban para conformar un ciclo interminable que pasaba de una generación a otra —no veía que fuera a terminarse conmigo—.
Ahora, todo eso negativo que aquel lugar representaba para mí, me invadió y se apoderó de mi cuerpo —una posesión de mil demonios—. Volví en mí para gritarles que ya estaba harto de todo, subí corriendo a mi habitación; quizá el armario de aquel cuarto era el lugar más seguro que había en toda esa desoladora casa. Pasé el cerrojo, puse mis audífonos en el volumen más alto y escuché en bucle “Visions of Gideon” de Sufjan Stevens hasta quedarme dormido.
***
En sueños vino a mi mente el recuerdo de ese día, cuando decidimos experimentar con aquél chico de la aplicación, buscábamos un encuentro con otro hombre, guiados por el morbo de verla con él. Sin pensar que todo se saldría de control cuando comenzó a besarme, me dejé llevar por el momento —en mi defensa, ella también lo hizo—, luego tocó mi cuerpo, lo hacía cada vez más apasionadamente, hasta que lo giré y terminé estando dentro de él —ni siquiera sé su nombre—. Ambos objetos del deseo simultáneamente, fundidos en un mismo momento; pero, por alguna razón extraña, su cuerpo viril me obsesionó mucho más, quizá por ser nuevo para mí — más bien diferente— y no algo que tenía bastante explorado —lo que ya conocía de ella—.
Entonces, de la nada, cuando estaba por “terminar” en mi imaginario, aparece un rostro… ¡Dios! ¡Eras tú, Demian! Desperté agitado y húmedo, era muy claro que no había ocurrido así —¿por qué irrumpiste en mi sueño? —.
***
En días posteriores, tras el anuncio de la separación de mis padres —aunque no tengo claro si algo que nunca estuvo junto es capaz de separarse—, seguí intentando estar bien con Beatriz, después de todo, conocía a detalle mi vida. Crecimos juntos, me parecía imposible el acto de excluirla fácilmente de mi existencia—era mi última certeza en pie—.
Transcurrieron un par de semanas desde que interactúe contigo, no podíamos acercarnos porque siempre iba Beatriz conmigo a todos lados —aunque realmente no parecíamos novios—. No podía dejar de pensar en el sueño que tuve, con ambos juntos, besándonos, tocándonos, nuestros cuerpos fundiéndose en un mismo éxtasis. Tú embelesado como la Santa Teresa de Bernini, yo siendo el ángel con su flecha dorada.
Me limitaba —conformaba— a mirarte. De vez en cuando sonreía cuando entrabas al salón, a manera de saludo. Entonces, se me ocurrió la brillante idea de presentarlos —situación más incómoda provoqué— y, como remate, te hablé de una versión de ella que ya no existía más.
Sé que Beatriz puede ser muy grosera —conmigo lo fue siempre— en verdad no era mi intención que te mirara de aquella forma. Tampoco quise que tu mundo se desmoronara, sé lo que es eso y no te lo hubiera deseado nunca —perdóname, Demian—.
El remate de todo fue dejar de hablarte definitivamente, no sabía qué decirte, ya ni siquiera podía sonreír con esa complicidad de saludo entre ambos —aunque de vez en cuando interactuaba contigo en mis sueños, ya sabes cómo—.
***
En mi cumpleaños número veintiséis transcurrió una pelea más en medio de aquella fiesta en la que ni siquiera me sentía cómodo, pero por primera vez en diez años me decidí a externar lo que auténticamente sentía: un hartazgo inconmensurable. Todo había llegado a su límite. No lograba superar aquella ocasión, la consecuencia de algo que ella misma había sugerido.
Me fui, sin mirar atrás, sin dudarlo siquiera. Coloqué mis audífonos en el volumen más elevado —como siempre— reproduje una canción de Marilyn Manson y comencé a cantar para mí:
Remember when I took you up to the top of the hill? We had our knives drawn, they were as sharp as we were in love.
Caminé sin rumbo por horas, exponiéndome en la Zona Rosa de la Ciudad —ya sabes, blanca de día, roja de noche—. No paraban de surgir los recuerdos, ahora pensaba que en mi cumpleaños dieciséis ella me había pedido que fuéramos novios —jamás me atreví a hacerlo, no estaba seguro de quererla y tampoco me sentía listo para “dar el paso”—.
Contemplé la luna llena, como un gato mirando un láser, y sentí un enorme vacío en el pecho, quería llorar, pero no lo conseguí —quizá no soy capaz de sentir—.
***

Alrededor de tres o cuatro semanas me concentré —hiperconcentré— en librar tareas, desarrollar mi protocolo de investigación, buscar un asesor de tesis, andar en bicicleta, leer y, en mayor medida, escuchar música: Muse, The Strokes, Green Day, Evanescence, Mäneskin, Coldplay, Radiohead, principalmente.
Entonces vino ese cuarto encuentro contigo, esa tarde lluviosa en la cafetería de la Facultad de Diseño. Sé que no era tu intención hacerme recordar lo que había pasado con Beatriz, ni siquiera habíamos hablado después del desastre de la presentación, así que no estabas en condiciones de saberlo.
“Siempre serás suficiente, cuando estés con la persona correcta” dijiste con tranquilidad, quizá no notaste el ligero suspiro que vino después de esas palabras —desde entonces sabía que algo raro te traías—. Todo apuntaba a que tú ya sabías que mi pensamiento tenía intromisiones de ti, eras un intruso—, como en el escenario de mis sueños —porque sí, lo seguí teniendo, sólo contigo—.
Cabe señalar que realmente no sentía que yo te mirara de una forma diferente, más tu manera de comportarte me inquietaba desde las primeras veces que te presté atención. Descubrí que al hablar tiendes a gesticular y hacer un montón de ademanes con las manos; expresabas con todo el cuerpo —yo apenas puedo articular oraciones—.
Algunas veces contemplaba atentamente el vaivén de tus manos en el aire mientras hablabas —como aquella noche en que mi espíritu de gato contempló la luna—. Es tan entretenido escucharte y mirarte —contigo no tengo que ensimismarme—.
Luego de esa charla, surgió la necesidad de seguirte en todas tus redes para saber más de ti. Vi en Instagram que te gustaba el arte —recuerdo a Van Gogh, Monet, Dalí y Picasso—, algunos libros que habías subido en Reddit —desde Oscar Wilde, Lovecraft, Herman Hesse, Agatha Christie, Dan Brown, John Katzenbach hasta Adam Silvera— y, con cierta alegría, encontré en tu playlist de Spotify mucha de la música que a mí me gustaba.
Era más que evidente cierta conexión ininteligible entre ambos —no supe qué hacer con ella—.
***
Llegué a casa y estaban todos reunidos, eso no era un buen presagio después de lo que ocurrió la última vez. Menos por la presencia de Beatriz. Las miradas recayeron con pesadez sobre mí cuando comenzó a decir que me había acostado con otro hombre y que a ella misma le constaba —si tan sólo hubieran sabido por qué—.
Asentí a la acusación y les dije que sí, además que estaba confundido por un hombre, sin embargo, esa no era la razón por la que habíamos terminado. En cuanto las palabras salieron de mi boca, sentí la pesadumbre de todo un árbol generacional en mis hombros —no debía ser así, no podía permitirme serlo—, vi en los ojos de Allan dibujarse una mirada de odio y decepción—era como el ángel de Cabanel—.
En la expresión de Eva se desdibuja esa mirada maternal —sigo sin saber qué hice mal—, detrás de mí escuché abrirse fuertemente el portón y, casi de inmediato, un golpe en la sien izquierda. De pronto, todo se puso en color negro y sentí mi cuerpo precipitarse al piso.
Desperté en una habitación abarrotada de color blanco, con unos cuantos libros, mi mochila negra de la escuela, un crucifijo y debajo de él, en la pared, una inscripción del Levítico con letras negras:
Si alguien se acuesta con un hombre como se hace con una mujer, se condenará a muerte a los dos y su sangre recaerá sobre ellos, pues cometieron un acto abominable.
Me sentí tan decepcionado de Eva, la única persona a la que pensé importarle en este mundo tan desolador y gris —ahora no la reconozco—. Alguien que creí capaz de entender el sufrimiento de estar con alguien por obligación —tradición— y no por amor; alguien que vivió el desencanto del amor como Tita en la obra de Laura Esquivel o Ilana en la de Judy Budnitz.
Mis días se redujeron a una sola rutina: levantarme a las ocho, desayunar lo que me llevaban a la jaula aquella, ir a las “terapias” tendientes a reforzar la “masculinidad”, rezar colectivamente hasta que el demonio —homosexualizador— abandonara nuestros cuerpos, estar en el comedor comunitario, ser desnudados en las regaderas, ser víctimas de violaciones correctivas —en el peor de los casos, cuando los consideraban muy “femeninos”—, volver a la jaula y leer. Así fue por espacio de tres semanas, tiempo que duraba el pseudotratamiento.
Fueron los libros los que mantuvieron mi mente tranquila, al menos un tiempo, ahí encontré varios textos y lecturas interesantes. Uno en particular llamó mi atención: “Demian” de Herman Hesse —¿cómo no iba a pensar en ti? —. Lo leí y releí cada noche.
Durante un desvelo de luna llena, pensé que te parecería raro no verme en la universidad, consideraba que quizá eras la única persona preocupada por mí allá afuera. Deseaba haber aprovechado para abrazarte antes, pero me asustaba tu reacción y me limitaba a uno que otro roce de mi mano con tu cuerpo. Miraba a la ventana, con esa actitud gatuna con la que observaba fijamente tus manos danzar suavemente en el aire —mientras en mi cabeza sonaba “Space song” de Beach House—.
Cada noche se tornaba más obscura —como el día en que me recluyeron— y no hacía más que fastidiarme los dedos de las manos: aquí no había ansiolíticos, antidepresivos, comunicación al exterior, ningún sesgo de humanidad y nadie vino a verme en todo ese tiempo.
Como es notorio, ocasionalmente recordaba la letra de alguna canción, Oasis tenía lugar entre mis favoritas:
'Cause all of the stars are fading away. Just try not to worry, you'll see them someday. Take what you need, and be on your way. And stop crying your heart out.
Mi último día permanecí doblemente encerrado —en mi habitación y en mi mente—, habían hecho una rotación de los libros en las habitaciones, como cada semana. El único que conservé oculto cual tesoro fue el de “Demian”, estaba seguro de que tenía que permanecer conmigo—siempre—.
Entre los textos nuevos llegó un ejemplar de “El Banquete”, así que me entretuve leyendo y escribiendo un diálogo sobre Eros hablando de sí mismo:
¡Oh, mortales! Aquí me presento ante ustedes, Eros, tejedor de destinos y arquitecto de anhelos. Soy un prisma que refleja infinitas luces, con innumerables aristas, un eco que resuena en los corazones desde el principio y hasta el final de los tiempos.
Mi esencia ha sido analizada por mentes brillantes, cada una revelando un matiz de mi ser. Pausanias me vio como un río de dos corrientes: el amor común, efímero y carnal, y el amor celestial, eterno y divino. ¡Cuánta razón tenía! Soy esa dualidad que los arrastra, esa lucha entre el deseo fugaz y la aspiración sublime.
Erixímaco me reconoció como la fuerza que armoniza el cosmos, el equilibrio entre opuestos que sostiene la vida misma. ¡Y es verdad! Soy el médico que cura las almas, el artesano que une los fragmentos rotos del ser, el auténtico principio unificador.
Diotima me reveló como el anhelo de la belleza, no solo física, sino en sí misma, esa luz que guía al alma hacia la contemplación de la eternidad. ¡Cuánta verdad en sus palabras! Soy el impulso que los lleva a buscar la perfección, a engendrar virtudes, a alcanzar la inmortalidad.
Aristófanes me describió como la búsqueda de la otra mitad, la añoranza de la unidad perdida, el anhelo de regresar al estado original de plenitud. ¡Y así es! Soy esa fuerza que los impulsa a buscar la conexión, hasta sentirse completos.
Soy Eros, el amor, y mi naturaleza es un enigma que se despliega en infinitas formas. El único Dios que los hace reír y llorar, el que los eleva al cielo y los sumerge en la desesperación. Soy la fuerza que los impulsa a crear, a destruir, a amar, a odiar. Soy la paradoja que reside en el corazón de la existencia misma.
El mensaje del destino era claro, sabía entonces lo que tenía que hacer: buscarte, explorar todos esos significados y cultivar algo nuevo juntos —pero ¿cómo?, ¿por qué todavía sigo sintiendo miedo? —.
Mi última noche me decidí a hacer algo disruptivo y que marcaría el sinsentido de todo lo que ocurría dentro de esos muros —simple hipocresía—. Me escabullí de la vigilancia de los pasillos y con pintura que había encontrado días antes rayé la inscripción del Levítico que se encontraba en el centro de oraciones. En su lugar coloqué un fragmento del pasaje del Evangelio de San Marcos: Eloi, Eloi, lamá sabactani.
***
Por la mañana Eva estaba afuera en la camioneta, esperando para llevarme a casa. Me detuve en la puerta y solamente fui capaz de lanzar una mirada fija, luego hui.
Me sentí liberado de aquel bodrio, abandoné a mi madre —como ella lo hizo antes— y brinqué los torniquetes del metro para poder ir a la universidad. Solamente llevaba mi mochila con un par de cosas, entre ellas, el libro que atesoré y una tarjeta bancaria que nadie sabía que tenía —menos mal que pensé en eso—.
Te busqué en el salón de clases, pero no había nadie. Recorrí los pisos del edificio, sin éxito. Corrí bajo la brisa hacía la cafetería de Diseño, ahí donde había descubierto esa chispa en tu mirada y ese anhelo que desprendiste con tan sólo un suspiro; tampoco te encontré. Si tan sólo hubiera tenido mi teléfono.
Me rendí ante la imposibilidad de verte, anduve por los jardines unos minutos, pero el frío me orilló a buscar refugio en la biblioteca. Fue como si la vida me llevara directamente a ti, porque estabas ahí, sentado con tus audífonos de diadema y leyendo frente al gran ventanal que da a la fuente.
No pude evitar acercarme para tocar tu cabello que lucía como un remolino café con negro; me senté junto a ti y contuve el impulso de abrazarte —sentía una profunda necesidad de llorar y liberarme—.
No supe la razón por la cual leías “El retrato de Dorian Grey” en aquel momento, pero sí tenía muy marcada la importancia de que “Demian” me acompañara —me mantuviste con una esperanza en ese lugar desolador—. Quizá solamente era cuestión de admitir nuestra atracción, la obsesión que habíamos ido generando el uno por el otro, dejando salir aquellas confesiones, ocultas detrás de la descripción de los personajes en esos libros —al final, no hablábamos de otra cosa que de nosotros mismos—.
En verdad quería contarte todo lo que había pasado, incluso mis sueños contigo, pero no sabía cómo hacerlo y no quería que pensaras mal de mí. Sabes, no es alentadora la idea de verme como alguien débil o cobarde —aunque en el fondo sí me sintiera así—. En lugar de eso, te incomodé con preguntas cuyas respuestas eran obvias, tú eres alguien libre de esa pesadez que puede generar la opinión ajena —qué bendición ser así—.
Durante nuestro andar silencioso rumbo al dulce placer del café —no lo había probado en mi reclusión—, me detuve a pensar en la primera ocasión que dudé sobre mí y de lo que era —proyecté en ti preguntas sobre mi propio ser—. En el silencio de nuestro andar, me invadió un recuerdo.
***
Beatriz estaba furiosa conmigo después del episodio con el chico de la aplicación, ya habían pasado varias semanas y ella seguía creyendo que lo había disfrutado más —lo cual, no era mentira—.
Desde entonces ir a Zona Rosa implicaba que me reprochara lo mismo: haber estado con un hombre y disfrutarlo —no entendió que de eso se trataba el concepto de experimentar—. Pensaba que solamente íbamos ahí para poder ver e interactuar con hombres —quizá lo hubiera podido hacer, pero no me soltaba ni un segundo—.
Entré al baño del bar por quinta ocasión, cuando salí ella ya no estaba. Se había llevado sus cosas y las mías, sólo cargaba mi cartera conmigo. Enojado, salí para tratar de buscarla, sin éxito. Me metí a otro lugar aleatoriamente y ahí todo un mundo se presentó frente a mis ojos.
Sonaba “Follow me” de Amanda Lear como fondo musical. En el sitio había cientos de personas, tomándose de las manos, tocándose las entrepiernas, abrazándose y besándose apasionadamente. Algunas más fajando al fondo, en la parte más obscura —o en los baños, haciendo cruising—. No percibía que alguien cuestionara, ni quien juzgara o mirara con desagrado.
Vino a mí el recuerdo de aquél encuentro con ese chico, sentir mi cuerpo junto al suyo, yo dentro de él. Quizá allí podía vivir así, sin tener que dar explicaciones, sin necesidad de justificarme o cumplir expectativas —pero no sabía cómo hacerlo, ni con quién—.
Agobiado por todas esas sensaciones, salí del lugar. Aunque volvería un par de ocasiones más con la idea de intentar ser libre, pero algo me lo impedía —aún ahora, no sé exactamente qué es lo que quiero—. En ocasiones imaginaba que te veía ahí, sentado, esperando por mí.
***
De vuelta a la realidad, tú y yo en aquel bar, sentí cómo todos mis fantasmas se abalanzaron a mi alrededor, como si hubiesen estado esperando para atacar, ansiosos por volverme a recluir en un hoyo para convertirme en lo que nací y estaba destinado a ser —obligarme a cumplir con mis deberes generacionales—.
Ahí, entre las sombras, estaban ellos: Allan, Eva, Henry, Basil y Beatriz. En una complicidad cruel para hacerme volver a esa simulación de vida —entrar en un juego de personajes y antifaces, como bien dijiste—. Volví a tener miedo.
Por primera vez me había disociado estando contigo. Interrumpiste mis pensamientos con aquella invitación a salir, supe de inmediato lo que quería hacer, pero también pensé que debía disimular un poco esa inquietud de tenerte sólo para mí.
¡Oh, Demian!, ¿qué hiciste?, ¿qué hicimos? Una noche, una simple noche y mi mundo se terminó de desordenar. Bebimos, sí, bebimos demasiado y nuestras barreras cayeron una a una —principalmente las mías—. Nuestras palabras, nuestras confesiones, nuestros besos, nuestras manos entrelazadas, nuestros cuerpos juntos y frenéticos. Tú y yo, Demian; solos tú, yo y mis miedos.
Luego, mi ira, mi frustración, mi pasado. ¿Juntos en la oscuridad?, ¿mezclados entre extraños?, ¿perdiendo nuestra identidad?, ¿cuál identidad? No sé quién soy —de nuevo esa agitación, ese caos, mi cuerpo volviéndose grande—. Mi dedo en tus labios, un último beso, un último abrazo. Y yo, Demian, entendí que eso terminaría pronto.
Efectivamente, lo vivimos todo en una noche, una noche bonita y no más. La mejor de toda una vida, una vida que no estoy destinado a vivir. No quiero —de nuevo siento miedo, sigo sin entender esto—.
***
Ahora escribo desde mi ordenador —mientras releo tu historia por treceava ocasión—, encerrado en mi armario, el único lugar seguro que hay en la casa de Allan, que tras el divorcio ahora es de Eva —y también mía, creo—. Quizá no es de nadie —en realidad nunca lo fue, ni lo será— y solamente está destinada a permanecer en la ajenidad del tiempo y del espacio.
Continúo escuchando “Una y otra vez” de La Oreja de Van Gogh —pediste que no me fuera y aquí sigo, sin saber qué hacer o a dónde ir—. Algo muy profundo lograste en mí con la historia y esa música de acompañamiento, pero no estoy seguro de lo que quiero contigo —perdóname, en verdad—.
Lloro sin poder parar —desde aquella noche fui capaz de liberar mis sentimientos, esa parte de mí cuya existencia desconocía—. Pero tú, Demian, es que vives demasiado libre —si fueras más reservado—, demasiado rápido —¿podrías ir un poco más lento? —. Tú, tú auténticamente eres, vives sin ninguna atadura —no creo ser capaz de ser así—.
Imagino tu amor cortarme y rasgar mi piel como el cristal, mientras veo pintarse lentamente un hilito de sangre en mis brazos. Recuerdo un fragmento de una canción de Porta: olvidarte será imposible, pero quitarme la vida no —¿será lo mejor? —.
De pronto, se reproduce en aleatorio una canción de Blas Cantó y siento de nuevo como si la vida me dijera —me confirmara una vez más— lo que acabo de hacer, me basta sólo con escuchar el estribillo principal:
Adiós a lunas sin dormir.
Adiós a sueños sin vestir.
Si corres tanto no te alcanzo.
Amor, he de parar, dejarte ir.
Lo siento tanto, Demian. Te quiero.










Hola, quisiera compartir con ustedes la primera parte. Aquí les dejo el enlace del texto "Una noche bonita y no más..." ⤵️
https://www.gacetaqueer.com/una-noche-bonita-y-no-mas/
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