Viviendo el COVID-19
- revsafluenteescrit
- 28 sept 2021
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 29 sept 2021

Fuente: The Economic Times
Cuando la suspensión de clases fue anunciada en el 2020, recuerdo haber llegado a la facultad y que en el proyector ponía en grande un comunicado del rector que decía: “El rector de esta universidad ha decidido suspender provisionalmente las actividades lectivas hasta que las autoridades sanitarias se pronuncien”.
Recuerdo que la profesora llegó al salón y nos quiso dar un mensaje motivacional antes de que cada uno se fuera a su casa. Algunas de sus palabras fueron: “… En esta crisis, ustedes tienen muchísimo que aportar en estos días que vienen: pueden llevar comida a sus abuelos, donar sangre, que seguro dentro de poco tiempo empezaran a pedir donadores (…) sean responsables porque son del grupo de población que puede ayudar, puesto que es a ustedes, a los que menos afecta este virus”.
Esas últimas palabras se quedaron por un buen rato en mi cabeza, de verdad que creía que el virus no me afectaría como se escuchaba que afectaba a las personas mayores.
Cuando se es joven y estás en tus plenos veinte años, hay días que te sientes inmortal, hay días que sientes que nada te puede detener, que tienes tus sueños delante de ti y que es tu mejor momento, que eres imparable.
Yo me sentía inmortal.
Exactamente no sabemos cómo fue que nos contagiamos mi familia y yo, pero pudo haber sido en cualquier momento y por cualquier cosa, a través de cualquier objeto. Lo único que les puedo contar certeramente fue como se fueron desarrollando los síntomas en nosotrxs y como afrontamos el virus desde tres posturas diferentes: la primera, mi madre, quién había completado hacía una semana atrás sus dos dosis de vacunación.
En segundo lugar, mi hermano, quien llevaba una sola dosis y resultó ser asintomático y finalmente, yo, quien no tenía en su momento ni una sola dosis de vacunación.
Día 0: Mi madre empezó a sentirse mal primero, recuerdo que fue en la noche que me dijo que le dolía la cabeza muy fuerte y que se sentía extremadamente cansada, ambas pensamos que pudo haber sido por exponerse demasiado al sol durante aquel día.
Al día siguiente mi madre no podía levantarse de la cama, decía que le dolía todo el cuerpo, tenía temperatura de 38°. No estábamos muy satisfechos con el pronóstico que le habían dado, así que decidimos ir con otro médico, quien le mandó a hacerse una prueba rápida de antígenos.
El resultado de mi hermano y el mío fue negativo, pero a mi madre le dio positivo.
No podía creerlo, el virus había atravesado mi burbuja de “esas cosas no me pasan a mí”, y había llegado a uno de mis seres más queridos, mi madre.
Realmente estaba grave. Su saturación de oxígeno en la sangre era del 83%, uno de sus pulmones estaba obstruido, la fiebre no bajaba de 38° y los ataques de tos eran irremediables. Mi madre padece de enfermedades autoinmunes, hablamos de internarla porque nos preocupaba que empeorara, pero ella se negó rotundamente a ir al hospital y quedarse ahí, ella nos dijo que si la llevábamos a internarla tardaría más en recuperarse.
Teníamos miedo por el hecho de que no la podríamos ver y que no sabríamos hasta cuando estaría ahí dentro. Finalmente, decidió quedarse en casa y ver cómo se desarrollaba su situación.
Día 1: Aquí comienzo yo. Me fui a dormir como cualquier otro día y desperté con tremendo dolor en todo mi cuerpo, me era imposible levantarme de la cama sin sentir que me iba a desarmar en cualquier momento, sentía que la cabeza me iba a estallar, la fiebre era tan alta que me costaba saber si tenía frío o calor. Era domingo y fue imposible encontrar un médico, así que me tomé algunos de los medicamentos de mi madre y fue hasta el lunes que me evaluaron.
Fue un golpe duro, puesto que la prueba de antígenos me había dado negativo, no podía creer lo que me estaba sucediendo. Había escuchado a muchos compañeros de la universidad quienes decían que eran asintomáticos, por lo que me costaba creer que yo no había tenido la misma suerte que todos ellos.
Cuando me evaluó la médico, pensé que me diría que no estaba tan mal, pero me dijo que estaba igual de mal que mi madre, que traía un pulmón obstruido, mi oxigenación era de 85% y me indico inyecciones diarias por cinco días de dexametasona con ceftriaxona.
A partir de entonces, mis días se basaban en levantarme, tomar medicamentos, intentar desayunar algo sin ahogarme en el proceso de tragar, volver a la cama y dormir con el oxígeno puesto hasta la hora de la comida, despertar, volver a intentar comer sin ahogarme en el proceso, volver a dormir hasta la noche, tomar más medicinas, volver a dormir y luchar por poder caminar hasta el baño cuando necesitaba ir. Así los dos primeros días.
Día 3: pude levantarme de la cama con menos dolor, creí que ya estaba pasando y que pronto volvería a mi vida normal. Mi madre también se veía con muchas mejoras, más que las mías, ella ya podía hacer más actividades como bajar y subir las escaleras de casa, ella ya no estaba todo el día en la cama y su oxigenación había mejorado notablemente. Yo me sentía muy alivianada, sentía que nos estábamos librando ya, pero me hice muchas expectativas.
Día 4: Aquí sufrí mi primera recaída. La temperatura volvió, la tos se intensificó al grado que había empezado con esos ataques que no te dejan respirar, la médico me envió más medicamentos para desinflamar y liberar las vías respiratorias, y otros 5 días más de inyecciones diarias.
Aquí comienza otro círculo vicioso entre el virus y yo: por las mañanas despertaba sin ningún dolor, conforme avanzaba el día la fiebre y el dolor se extendían por mi cuerpo junto con la falta de respiración, no podía comer porque tenía los ataques de tos y me daba miedo ahogarme con los alimentos, para la noche la fiebre el dolor por todo el cuerpo eran tan intensos y a pesar de que junto a mi siempre se encontraban las pastillas de tramadol, de las cuales solo debía ingerir media pastilla, ya que es un medicamento que causa somnolencia por su fuerte acción contra el dolor, pero no lo tomaba, me daba miedo no despertar.
No dormí ninguna de las noches que estuve contagiada, la falta de respiración no me dejaba dormir, y me daba miedo ahogarme mientras dormía. Tuve noches con alucinaciones provocadas por la alta fiebre y el dolor, tuve sueños que parecían reales, sueños en los que hacia todo lo que extrañaba hacer, sueños donde no volvía a mi vida, sueños donde abrazaba a mis seres queridos y les decía: “creo que voy a morir, pero no estoy lista para dejarme ir”.
Hubo un momento en el que sentía que la enfermedad había trascendido de afectar físicamente mi cuerpo a también afectarme psicológicamente. La médico me decía constantemente que mantuviera mi mente relajada y alejada de cosas que me produjeran estrés o sentimientos negativos, ya que eso provocaba que los medicamentos no funcionaran dentro de mi cuerpo. Y llegó un día en el que no podía creer que estuviera enferma, sentía que psicológicamente podía detener la enfermedad, creo que me estaba volviendo loca o simplemente me empezaba a desesperar.
Si soy honesta, comparando mi situación con la de otras personas de mi edad que han padecido lo peor de este virus, realmente no me fue tan mal, yo pude quedarme en casa y no hubo la necesidad de internarse en el hospital. Sin embargo, tarde más de 15 días en expulsar al virus de mi cuerpo y mientras tanto estuve sufriendo todos los síntomas.
Una mañana el dolor era tal que me quite el miedo a tomar el Tramadol, los efectos se vieron al cabo de unas horas me sentía tan anestesiada como si me hubiera bebido unas cervezas, pero el dolor se había ido y me permitía moverme sin problemas. Los peores momentos fueron aquellas noches cuando tenía tantas ganas de ir al baño, que no podía moverme por el dolor en todo mi cuerpo que tenía, pero me obligaba a levantarme como pudiera, porque me aterraba más la idea de que me pudiera dar alguna infección en los riñones.
Cuando me dieron el alta me costó creerlo, realmente pensaba que al cabo de unos días podría tener una recaída, la tos me siguió acompañando unas dos semanas más y el dolor de pecho al respirar profundo o al bostezar, también. El resto de los síntomas desaparecieron poco a poco, antes de que me dieran el alta.
Ahora que viví en primera persona los efectos de la pandemia, veo la vida de otra manera. Me ha costado reinsertarme en la sociedad (por decirlo de algún modo), ir caminando por la calle y que alguien choque conmigo me causa cierta ansiedad o si alguien tose cerca de donde estoy, empiezo a querer salir corriendo de ahí. Solía abrazar mucho a la gente, pero ahora apenas puedo saludarles sin agobiarme.
En suma, podemos ver que mi madre con sus dos dosis de vacunación pudo recuperarse del virus al cabo de unos días, pese a que la carga vírica seguía presente, tuvo mejoras notablemente rápidas. Mi hermano por su parte resultó ser asintomático y a pesar de estar constantemente realizándose pruebas, todas daban negativo una y otra vez, finalmente, en mi se podría reflejar la importancia de la vacunación, me costó recuperarme y desarrolle un par de secuelas tras la enfermedad, como es que me cuesta trabajo subir escaleras o realizar cualquier ejercicio que implique mucho esfuerzo y el estrés post traumático, más que una secuela física, ha sido psicológica.
Cuando pasas días pensando que te vas a morir y lo único que deseas es no morir, algo cambia dentro de ti. A veces me decía “Nicole, tienes que volver a tu vida, tienes que salir de esta”, pero después un día de esos tumbada en la cama me di cuenta de que no quería volver a mi anterior vida, ahora quiero hacer mi vida con esta nueva oportunidad que se me ha dado, sin miedo a hacer lo que me gusta, sin miedo a expresar o guardarme lo que pienso, sin miedo a probar cosas nuevas.
No quiero que esta columna sea una cosa de “vive tu vida cada momento” pero si quiero que sea algo que les pueda generar cierta conciencia a ustedes, mis queridxs lectores. Cuídense, esto es básicamente una ruleta rusa entre que, si te dan síntomas y entre que puedes ser asintomático, entre que si tu cuerpo logra ser lo suficientemente fuerte para expulsarlo o no tanto como para quedarte con ello. Sabemos que los antibióticos que me recetaron no le hacen nada a los virus, solo a las bacterias. Por eso y más, seamos prudentes y responsables.
Gracias por tu tiempo y nos estaremos leyendo en la siguiente columna de “Nicole te cuenta”.
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