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Rufus

  • Revista Afluente
  • 3 ago 2020
  • 18 Min. de lectura

Actualizado: 16 sept 2020

Un cuento de Jaime ortiz, de 4º semestre de Ciencias de la Comunicación.



<<Me gusta su perro>> me dijo la señorita de pañoleta azul y sombrero de ala ancha detrás de las rejas del portón que resguardaba el patio. Tenía unos lentes oscuros y ovalados, tan grandes que le cubrían la mayor parte del rostro, muy similar al de las figuritas chinas, con la piel sustituida por porcelana.

-Muchas gracias -respondí, aún con manguera en mano y rociando los tulipanes del jardín.

-¿Cuántos años tiene? -Preguntó, acomodándose los lentes.



-Veintiséis.

Ella esbozó una ligera y tímida sonrisa. Hacía calor, el perro no paraba de babear sobre el pasto, se relamió los testículos y se echó a la sombra.

-No usted, su perro, ¿cuántos años tiene?

-Apenas un año y medio.

-Que bonito, está en la flor de la vida. Lo que pasa es que iba caminando por aquí y nunca había visto a su mascota, ando buscando a un galán para mi Lola, uno de la misma raza que se vea fuerte, elegante e inteligente, mi perrita anda en celo y quiero cruzarla, ya ve, por aquello de que luego les da cáncer en los ovarios si es que nunca salieron preñadas.

-Ya veo, sí, pues apenas está joven, un cachorrito.

-Uy no, a esa edad ya son tremendos, haga de cuenta que en años perro es como si anduviera en sus veintes, y ya ve que esas son las edades de la mera gozadera.

-Pues sí, igual si quiere podemos arreglarlo y ver de a cómo nos va a tocar con eso, ya que pues yo sí estoy de acuerdo.

-Está bien, ¿le paso mi número de teléfono?

-Sí -dije mientras sacaba un bolígrafo del pantalón para apuntar los dígitos sobre mi brazo.

-Por cierto, ¿cómo se llama?

-Rufus.

-No el perro, usted. ¿Cuál es su nombre?

-Miguel, ¿y el suyo?

-Carolina.

-Es un gusto.

-El gusto es mío.

Manejé durante quince minutos hasta la calle que habíamos acordado. Rufus viajaba echado en el asiento del copiloto, babeaba en tanto que levantaba la mirada, como si se cuestionara ¿Por qué el día olía tan distinto y estaba tan caliente?, le costaba respirar con el hocico chato, el cual se relamía una y otra vez, enfatizando en la pequeña trufa, humedeciéndola. No tardó mucho para que ambos viéramos las casas ostentosas de una calle enmudecida, el perro, que ya padecía de un previo estrabismo, no dejaba de desviar los ojos maravillados entre los frondosos árboles con sus fuertes troncos, los postes recién pintados y los portentosos zaguanes adornados con cerámica o vidrio. Pronto llegué al lugar de encuentro y esperé dentro del auto.

Rufus chillaba y daba vueltas en el asiento para más tarde empeñarse en agujerearlo con los dientes. Grité, él no paró, volví a gritar, sólo me miró (o por lo menos lo intentó) y después de un ladrido, siguió con la tarea. Entonces abrí la puerta del auto y lo saqué, inmediatamente se acercó al poste más cercano y soltó un chorro de orina tan largo que tuvo que racionarlo en dos dosis, suministrando una del lado derecho, que alcanzaba a mojar parte de la banqueta, y tras rodearlo, otra en el lado izquierdo, empapando una margarita que nacía en una grieta del suelo. Luego se sacudió y caminó con sus patas cortas hasta uno de los grandes portones de alguna de las residencias, entonces ladró. Lo hizo hasta que se escucharon los pasadores correrse y los candados abrirse detrás de la puerta incorporada a la inquietante estructura. Tomé a Rufus, éste gruñó.

Cuando se abrió la puerta, unas largas y torneadas piernas salieron a nuestro encuentro, yo al igual que Rufus tenía las órbitas perdidas. Aquellas piernas caían desde una falda ajustada que aprisionaba una blusa blanca, fresca. Carolina, aún más bella que antes, nos recibió con una gran sonrisa y una perra de aspecto bofo en brazos. Supe en ese momento, que si tanto Rufus como ella hubieran podido centrar sus desbocados ojos en algún punto, habrían cruzado miradas con el surgimiento del amor a primera vista.

-Veo que no se les dificultó llegar hasta acá, ni encontrar la casa -comentó Carolina, invitándonos a pasar.

-No, para nada, conozco bien estos rumbos, mi abuelo tenía una de sus casas por acá, y luego nos traía a todos los nietos a pasar las navidades con él y la familia -respondí, con el pecho inflado y la espalda recta.

Nada de lo que mencioné era cierto, pero cómo decirle la verdad, ante la pulcritud de los enormes ventanales, las puertas detalladamente ornamentadas, el vasto jardín con el césped milimétricamente cortado, la elegante mesa de roble en el comedor y la caprichosa fuente en el patio trasero, no podía confesar que aquel hombre que acababa de pisar la loseta de su hogar era un cualquiera. Cómo confesarle que se trataba de alguien que nunca tuvo ni heredó nada, pues mi abuelo se dedicó a la venta del carbón, y mi padre jalaba un carrito de elotes entre semana y una cacerola de tamales los domingos. Cómo decirle a ella, que sólo había visto casas iguales a la suya en las telenovelas y películas que pasaban en la “tele” cuando tragaba frijoles con arroz junto a mi hermana.

Rufus le olió el trasero a Lola, mostrando una mayor fascinación por su vagina. Lola esperaba pacientemente a que Rufus terminara de olfatearla. Se miraron de frente, la perra corrió dando saltitos hacia una pequeña casa construida con madera bajo la sombra, Rufus fue tras ella.

-Parece que se llevaron bien, deberíamos dejarlos solos un momento ¿No gusta que le ofrezca un vaso de agua? -Preguntó Carolina

-Sí, por favor -respondí.


La cocina era amplia, ella abrió su refrigerador, de esos aparatos que ya hasta hablan, y sacó una jarra de agua fresca de guayaba con hielos, sirviendola en dos vasos distintos. Desde ahí se podían ver claramente a los dos perritos corriendo de un lado a otro. En un momento dado, Rufus, con el labial desenvainado, intentó montar a la perra, sin embargo, no sólo ésta se había sentado, sino que el perro con mirada tonta falló en su intento y terminó con el rostro en el suelo, cayendo de hocico.

-Creo que les tomará tiempo, pero menos mal que ya lo estén intentando -dijo Carolina entre risas.

-Sí...Menos mal. Tiene una casa preciosa señora Carolina -comenté, antes de darle un largo trago al vaso.

-¿Tan vieja me veo?

Sentí como las semillas de la guayaba se me atoraron en el cogote, provocando un ligero escurrimiento nasal, el dulzón del agua se mezclaba con los mocos, limpiándome rápidamente con la manga, esperando que ella no lo notara.

-No quise decir eso, es sólo que…

-¿Qué?

-No quise tutearla, apenas y nos conocemos. Creo que sería algo irrespetuoso.

- Podrías haber empezado por señorita. Además, no me siento vieja ni he tenido hijos, y pues casada…

-Está bien, desde ahora será señorita.

-¡Ay, Miguel! Si lo que ofende es la falta de confianza, igual y si quiere mejor nos vamos conociendo un poco más, en lo que los perritos hacen lo suyo. Pero antes, déjeme preguntarle de nuevo ¿Le parezco vieja?

No había duda sobre la respuesta correcta, pues yendo más allá del halago, se respaldaba en lo evidente. A pesar de las marcas alrededor de la boca, propio de una persona sonriente, el pequeño arco del entrecejo y las patas de gallo a la orilla de los ojos, conservaba el gesto jóven. Eso sin mencionar aún las caderas acentuadas, la breve cintura y las piernas, tan largas como listones, además de unas nalgas firmes. No hubiera podido determinar cuáles habrían sido sus mejores tiempos, si los de antes, testificados por las fotos que adornaban su sala, o los presentes, tan bellos y vivos.

-Para nada, ya quisieran muchas amigas tener su clase, su porte, su figura.

-¿En serio? -Ella me miró con los ojos entrecerrados, tanto para coquetearme, como para descubrir una posible mentira.

-Se lo juro.

Lola se había levantado, Rufus desplegaba la lengua como bandera. Al ver que la perra se dejó seducir por su jadeo, o bien, estaba cansada de su insistencia, se abalanzó hacia ella, atinandole a la primera, pronto se escucharon ronquidos por parte de los dos perros, provenientes de hocicos apestados con olor a sobre de carne premium y huesos de pollo con mole del día anterior, ambos babeaban como cántaros.

A pesar de la inmensidad de su sala, Carolina se sentó en el mismo sillón en que yo estaba. Por más de una hora, la conversación transitó por reforma <<Es que el tráfico de la ciudad es horrible, una ni se puede mover, por eso se debe organizar bien el tiempo que se va a gastar en las compras, porque más importante que el dinero, lo es el tiempo, ese nunca vuelve...>>, se trasladó a Irlanda <<Fíjate que allá hay un buen de extranjeros, pareciera que lo que menos hay son los propios “Irish”...>> y navegó por el Caribe <<Ver esos atardeceres es una de las cosas que todos deberían vivir, si no, no sé qué están haciendo de sus vidas, deberían comenzar más a trabajar para poder vivir algo así...>>.

Así como los souvenirs adornaban la casa de Carolina, las botellas lo hacían con su alacena, no tardó mucho en aparecer el “deberías probar la… De… Es una bebida típica de ese país”. Pronto nos llenamos las encías de absenta francesa, hicimos buches con la ginebra holandesa y nos bañamos las muelas con limoncello italiano, sin dejar atrás el whisky escocés. Los tragos terminaron por ahogar el argot simulado, cambiando así las “L” por las “T”.

-Debo confesarte algo Miguel, esta casa a veces me queda muy grande -dijo ella, acomodándose el fleco que le cubría la cara.

-A mí me parece que va mucho contigo, es muy linda.

-De qué sirve eso, si siempre está tan fría. Y a veces es una lástima que una esté tan caliente y se le quite cuando entra acá.

-¿Ajá? ¿Cada cuándo pasa eso?

-Muy seguido, es más, ¿no lo sientes en éste momento? -Preguntó a la par que se acercó lo suficiente para que lo último sonara más como un susurro pegado a mi cuello.

-Creo que sí, puedo sentir algo de eso -respondí mientras comencé a rodear sus piernas con mis manos, subiendo lentamente hasta la cadera-, aunque creo que aquí se siente más.

La tarde comenzó a arder, parecía que quitarse la ropa en ese instante se había vuelto una necesidad. Yo la ayudé con su sujetador y ella hizo lo propio con mi bragueta. Rufus y Lola yacían echados en el césped, agotados, justo en el lugar donde más calaba el sol. Sin embargo, los jadeos apenas comenzarían a hacerse presentes en las vibraciones que atentaban contra los muebles, rebotando en los dramáticos óleos expresionistas, los gemidos incesantes de Carolina cortaron el silencio de tajo, haciéndose un eco por toda la sala.

Después de los primeros orgasmos, le propuse que subiéramos a su cuarto para estar más cómodos, ella se negó diciendo que se lamentaría por cada minuto desperdiciado en no arrancarme la piel a besos, lengüetazos y mordidas; nos seguimos aferrando al sillón. El telón terminó por bajar después de la quinta parte de la obra espasmódica, cuando me sujetó del cuello y ambos permanecimos empapados en sudor, hasta que ella se duchó primero y luego me invitó a hacer lo mismo. Confirmé lo que ya sospechaba, incluso el baño, parecía ser demasiado fino como para que postrara el culo en la taza del excusado.

Mis visitas se volvieron comunes, con la justificación de aprovechar el estro de la perra, aunque lo cierto es que ese celo superaba a la pequeña Lola, pareciendo que éste se esparcía por el aire, llegando hasta nosotros, Carolina y yo, que ya no necesitábamos de las copas para entrar en confianza. En el tercer día de mis visitas subimos a su cuarto, donde la decoración era más discreta pero igual de elegante con los detalles de madera en las paredes, toda la tarde me debatí en si la suavidad de la cama había sido más placentera que el sexo con Carolina.

Sabía que ese no era mi mundo, y varias veces lo comprobé. Cuando Carolina me mostraba aquellos objetos que catalogaba como “invaluables”. Donde había un importante cuadro que desataba el orgullo en sus ojos, yo sólo veía una línea roja con siete puntos mal hechos a un lado sobre un fondo azul, así de simple y aburrido. Cuando ponía música, sacaba discos de acetato y los reproducía en la tornamesa, no me dejó de parecer pretencioso, aún cuando afirmaba <<Ya no se escucha música como antes, el acetato es una experiencia...>>. Sin embargo nunca pensé en desaprovechar la oportunidad, de tan sólo por un momento, pasar del corredor.

Lola dejó de estar en celo y Rufus se echaba a su lado resignado a verla sentarse cada que él se acercaba a olerle el trasero. Pero nada de eso suponía abandonar lo que pasaba entre Carolina y yo, que ya nos habíamos acostumbrado nuestra presencia, el uno del otro, pues los desayunos, comidas y cenas juntos se volvieron rituales habituales. Mentiría si no dijera que en ocasiones me parecía muy sospechosa la soledad de Carolina, tomando en cuenta su agradable compañía e innegable belleza, aunque las dudas terminaban por disolverse en el café mañanero, que según me contaba ella, estaba hecho a partir de los granos de café que sacaban de la mierda de un animal llamado civeta.

Ese día salí a orinar en la madrugada, el chorro golpeando la porcelana me aturdió por un instante, sin embargo, entre el escándalo de la meada se escuchó algo más: el discreto pero presente sonido hidráulico del portón automático abriéndose. Habría gritado enloquecido y dispuesto a atacar al intruso si no hubiera entrado un Mercedes-Benz plateado, estacionándose en medio de la camioneta verde olivo de Carolina y mi auto. Un hombre trajeado bajó del coche y otro, que se encontraba en el asiento del conductor, lo siguió por detrás hasta llevarlo a la puerta, donde se despidió y salió. Lola, en lugar de ladrarle, se abalanzó hacia él con la lengua de fuera, para ser cargada y lamerle la cara una y otra vez. Rufus seguía dormido al fondo de la pequeña casa de madera.

Las mancuernillas del propietario del Mercedes brillaban casi tanto como el platinado de los rines de su auto. Después de dejar salir a su chofer, se dirigió hacia el cancel de madera que se encontraba en la parte trasera del patio que conectaba con la sala. Algo, más allá de los gases mañaneros, olía bastante mal. Corrí hacia la cama de Carolina y traté de sacudirla sólo un poco, lo suficiente como para que despertara, aunque su cara de susto indicó todo lo contrario.

-¡Caro, alguien entró a la casa!

-¿Eh? -dijo ella, aún amodorrada.

-¡Entró con todo y coche, es uno plateado! -insistí, pues todavía mantenía los ojos cerrados en una visión más cercana a los colores que a las formas.

-¿Un qué?...¡No chingues!¡Es mi marido!

Me quedé pasmado, como si de repente fuera arrojado al desnudo en el ártico. Sus ojos se abrieron de golpe, igual que si los párpados hubieran sido jalados desde el interior del cráneo. <<¡No te quedes ahí como pendejo, escóndete!>>, la sangre se concentró en mis piernas y rápidamente recogí toda la ropa que tiramos en el piso la noche anterior, me dispuse a colocarme el pantalón cuando ella advirtió <<¡No lo hagas aquí, agarra tus cosas y ve hacia los cuartos!>>. La idea, a primeras, parecía brillante, pero al intentar abrir la puerta escuché las pisadas del hombre de las mancuernillas que subía por las escaleras, me detuve con la mano aún en el picaporte, retirándola suavemente y andando de puntillas hasta el cuarto de baño que había dentro de la recámara, encerrándome con seguro. Me di cuenta de que no jalé la palanca del retrete.

Escuché cómo se abría la puerta de la habitación mientras las suelas italianas andaban hasta la cama. Contuve la respiración intentando deslizar los jeans hasta mi cintura, pero se estancaron en mis muslos (pues eran demasiado grandes), tiré fuerte hacia arriba hasta que me dí por vencido, revisé la talla de los pantalones, en efecto, había tomado la ropa de Carolina. Recordé con terror la tarde anterior, con mi cuerpo cubierto de chocolate y aderezado con crema de cacahuate en los pezones, situación que le excitaba mucho a Carolina, que también gustaba de desvestirme en plena cocina. Casi me doy de topes contra el lavabo.

-Hola amor -susurró él, directo al oído de ella- adivina quién está aquí.

Carolina se hizo la dormida para ocultar lo que pasaba, omitiendo sus irritantes ronquidos, y armada con bostezos y sonidos guturales simuló su despertar, como si hubiera seguido al pie de la letra las instrucciones de la bella durmiente para hacerlo de manera melosa, abriendo los ojos con un ápice de sorpresa.

-¡Rodrigo!

-No tienes ni idea cuánto te he extrañado, ha sido un largo tiempo -dijo él, abrazándola.

-No sabía que regresarías hoy, ya no me dijiste nada.

-De eso se tratan las sorpresas.

-Sabes que no me gustan.

-Pensé que ésta sí.

Entonces Rodrigo empezó a quitarse la ropa, lo escuché aflojándose primero la corbata y desamarrándose las agujetas. Cuando se quedó en ropa interior se acomodó a un lado de Carolina, y la abrazó por un costado. Pareció que ella siguió el gesto y le tomó las manos.

-Perdón por la hora, pero quería preguntarte algo, ¿De quién ese ese carro estacionado en el patio?

-Es de una amiga, me pidió que se lo cuidara en lo que ella no estaba -contestó ella.

-¿No tiene suficiente espacio en su casa?

-No confía en sus vecinos.

-Es cierto, las pinches cucarachas han salido de sus cloacas, nada más les caen migajas y ya se quieren subir a la mesa.

-¿Qué?

-Nada, todavía es muy temprano para que te despiertes, descansa.

-Está bien, descansa amor, debes venir muy agotado del viaje.

-Sí, más que nada son esos chingados chinos, hicieron que me fastidiara mucho. No sé cómo se pueden aguantar entre ellos.

-Vale, después me cuentas. -dijo Carolina, mientras se volteó para besarlo, como una carta siendo sellada.

Esperé un rato dentro del baño, intenté calmarme bebiendo agua del chorro que dejaba salir el lavabo, me senté en el excusado por varios minutos, observando el angustiante amanecer por la ventana con perfecta vista al jardín. Debía pensar rápido, pues las meadas madrugadoras no perdonan y tarde o temprano tendrían que entrar al cuarto de baño.

Después me un rato, me descubrí tarareando un jingle en mi cabeza, el del jabón rosa, el más grande. Aquél que recordaba por abrirme la cabeza cuando en plena batalla con mi hermana en la cocina, impactó contra mi chompa con un golpe seco, y mi hermana, con la mano aún levantada no tuvo más opción que llorar y pedirle ayuda a mamá al verme tirado en el suelo, pensando que con tanta sangre regada en el cemento ya debía estar muerto.

Vi una barra completa de ese jabón, oculto dentro de los cajones que albergaban cepillos de dientes, cremas corporales, rastrillos y una secadora de pelo. Sentí la cicatriz que aún se conservaba en la parte superior de mi frente. Respiré, el alivio me invadió al mismo tiempo que la ansiedad, en un revoltijo absurdo que tuvo que soportar mi estómago. Lo tenía claro al ver los tres autos estacionados en el patio. La ventana del cuarto de baño era lo bastante pequeña como para salir por ahí, además de advertir del inconveniente que sería caer desde la altura en que se encontraba, sin embargo, tenía el tamaño suficiente como para sacar el brazo. Pensé: “un parabrisas no puede ser más duro que la cabeza de un niño”.

Nunca fui un buen tirador o lanzador, pero debía intentarlo. Imaginé todos los posibles escenarios que salieran mal y en la única que ocurriría si lograba encestar el balón, completar el pase, ponchar al cabrón. Tomé el jabón entre mis dedos, aferrándome a él a pesar de lo resbaloso que era, calenté un poco el brazo y lo saqué por la ventana junto con la barra rosada, intenté calcular la distancia, la fuerza y la variación del viento, aunque consideré sobre todo la velocidad...la rapidez con que podía rezar en medio de la situación. Cerré los ojos y lo lancé. El silencio y la oscuridad fueron eternos, mi corazón se paralizó por completo, sentí el vacío debajo de mis pies.

La alarma del Mercedes sonó a todo lo que da. Poco a poco las luces de los vecinos se encendieron para enterarse del chisme y de paso asegurarse que no fuera su carro. Casi pude escuchar a la multitud enloquecer en las arenas y estadios con mi jugada de último minuto, de esas que ganan partidos. Rodrigo se levantó asustado y Carolina hizo lo mismo con cara de preocupada.

-¡Qué chingados fue eso! -gritó Rodrigo.

-No sé, parece que fue allá fuera.

-Eso fue acá adentro -se asomó por el ventanal de la habitación, confirmando que era el Mercedes el que chillaba.

-¿Qué es?

-Es mi coche.

-¡Corre, ve a ver qué pasa!

-Claro que iré, ha de ser un pinche gato.

Rodrigo sacó un baúl escondido debajo de la cama, lo abrió y sacó una pistola calibre 45 que empuño cuando salió de la recamara. Carolina aguardó a que él bajara las escaleras, y tocó la puerta del baño <<¡Órale Miguel, ya vete!, ahorita te abro el portón desde acá con el control>>. Al cruzar la habitación le dediqué una mirada ácida, ella sólo atinó a cubrirse los senos desnudos con la sábana, como si me volvieran a ser desconocidos. Bajé hasta la cocina para recoger mis trapos, mis llaves y mi cartera, tomé todo junto y me dirigí hacia el cancel. Un ladrido agudo y ridículo me recibió en pleno pasillo, sería mucho decir que la mirada de Lola en ese momento era acusadora, pero de no ser por lo desviado de sus pupilas lo hubiera afirmado. Ladraba y ladraba intentado avisarle de mí a Rodrigo, pero al ver que no funcionaba, fue corriendo hasta él para llamar su atención. Él se mantenía absorto en la identificación de posibles rayones que hubieran podido afectar al automóvil.

Esperó aterrorizarse con marcas de uñas en el toldo, el cofre o las puertas, abolladuras en la facia o en el parachoques. Pero nada, aún cuando lo revisó con minuciosidad por todos lados. En cambio, se encontró con una barra de jabón estrellado en su parabrisas <<¡Pinches gatos!>> y basado en su lógica, levantó la mirada buscando a los terribles gatos que arrojan jabones desde los techos.

Aproveché para escabullirme entre las macetas que adornaban la entrada de la casa, Rodrigo, armado con la 45, decidió tomar una escalera plegable del garaje y buscar a los peludos bribones en el tejado y la azotea. Observé el rostro de Carolina detrás del ventanal de su cuarto, preparada para apretar el botón del portón, fuí hasta mi coche andando a gatas y con cuidado abrí la puerta, pude haber metido la llave y largarme de una vez, la gran estructura de acero comenzó a moverse, abriéndose por el medio. Pero un nombre apareció en mi mente como una colisión de intenciones “Rufus”. Él seguía dormido y sin enterarse de nada, frente a mí yacía su cuerpo rechoncho aplastado en la casita de madera, mientras que a mis espaldas era como si Moisés hubiera abierto el mar de nuevo, las dos opciones parecían tan tangibles, por un lado estaba la mirada boba, los testículos ensalivados y el sinhueso de fuera, por el otro simplemente ocurría un milagro. E hice lo que me instinto me dijo desde la boca del estómago, me preparé para cargar al gordo.

Me arrastré por detrás del Mercedes, sintiendo la picazón del césped en el pecho y una que otra piedra golpeándome las bolas, hasta que llegué a la casita. Jalé a Rufus con fuerza y éste aulló como si le hubieran arrancado las patas. Rodrigo se asomó desde el techo cuando escuchó el alboroto, me levanté del suelo y comencé a correr con el perro en brazos hasta el carro, el enloquecido esposo jaló tres veces del gatillo, rompiendo uno de los faros, Carolina gritó y más luces se encendieron por todo el bloque. Los balazos desataron el pandemonio, los ladridos de los demás perros de la cuadra se dejaron ir en coro, así como los alaridos indignados y temerosos de los vecinos. Aproveché para arrancar el auto cuando Rodrigo tropezó con un cable y dejó escapar un disparo más, las llantas rechinaron y el humo del escape apareció como una neblina improvisada.

Conduje lo más rápido que pude, dando vueltas por varias manzanas antes de pasar por la calle de mi casa. Rufus se quedó acostado nuevamente en el asiento del copiloto. Caí más de una vez dentro de un bache y pasé por encima de los topes sin cuidado, reventando la vieja suspensión de la carcacha. Me estacioné a dos cuadras de mi hogar y apagué la luz de los faros, cerciorándome de que nadie me siguiera. La adrenalina combinada con la desesperación hicieron que me brotaran las lágrimas, hacía más de veinticinco años que no lloraba con el corazón expuesto, tanto así que no me preocupé por cortar el llanto hasta taparme con un trapo sucio tirado debajo del asiento. Intenté cubrir mis ojos con las manos, catando aún la sensación de la muerte, saboreando el hierro y la sal.

Aparté las palmas de mi cara, dándome cuenta del alarmante color rojo que se me impregnó en las manos. El espejo retrovisor reflejó mi rostro manchado. Revisé mis antebrazos cubiertos de sangre, misma que parecía venirme del costado derecho, entre la axila y las costillas. La cabeza me dio un vuelco, con los dedos trémulos y las tripas en la garganta, intenté encontrar la herida sangrante, pero no hubo nada. El líquido provenía de un charco que se formó lentamente en el asiento de al lado, justo debajo de Rufus, que permanecía inerte y con los ojos de canica color mate.

Su pelaje, entre castaño y negro, se cubrió de un rojo oscuro emanado por el agujero alojado en su cadera. Seguía caliente, quizá agonizó mientras su regordete cuerpecillo temblaba y yo seguía pegado al volante, o bien murió al instante, con el impacto de la bala en el momento en que subíamos al carro. Decidí asumir la segunda opción cuando lo enterré en mi patio trasero y regalé sus correas y juguetes a mis amigos, los cuales siempre hacían la misma pregunta <<¿Pues qué le pasó a tu perro?>> y recibían la misma respuesta <<Lo atropellaron en la avenida>>.

No pensé en buscar a otro perro durante un par de meses. A pesar de las solitarias tardes en las que llegaba del trabajo, me había acostumbrado a vivir sin pelos en la casa y a no recoger mierda del patio; tomé la iniciativa de tirar las sobras de comida en el cesto y regalarme los huesos de pollo a los animales callejeros. Seguía teniendo pesadillas, en las que en ocasiones Rufus aparecía a los pies de mi cama envuelto en coágulos sanguinolentos, o Rodrigo tiraba mi puerta y me reventaba la cabeza con su 45.

Aquella mañana ni siquiera fue el gallo del barrio quien me despertó, era domingo y no había razón para levantarme de la cama, pero los estruendosos golpes al portón y la insistencia con el timbre hicieron que saltara del colchón y asomara la cabeza por la ventana, esperando ver el cañón de la colt en primera fila. No hubo nadie empuñando ningún arma, ni siquiera alguien que respondiera al escándalo que se desató en la entrada, la calle estaba casi vacía salvo por una camioneta color verde olivo que se miraba a la distancia.

Abrí la puerta, una pequeña caja de cartón esperaba a mi encuentro, la tomé con precaución y empezó a moverse como si el fresco la hiciera temblar, la dejé rápidamente en el piso. Tomé una de las escobas que tenía a la mano y con cuidado abrí las pestañas. Un agudo y pequeño chillido escapó desde dentro, tornándose cada vez más como un aullido, en ese momento descarté las posibilidades de que fuera una bomba o una especie de ácido. Con las dos manos saqué al cachorro que tiritaba desde dentro, los ojos se me llenaron de lágrimas, fui incapaz de contenerme cuando vi la lengua salida escurriendo de baba, los ojos desviados que no podían mirarme de frente, el hocico chato y la trufa prieta rodeados de un manto castaño y negro terminado en una cola enroscada. El perro ladró e intentó rascarse el pescuezo, de donde colgaba una placa dorada con el nombre grabado: Rufus.

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